Salí con prisa y agobio de la pastelería Fernando Sáez, situada en la Calle Melancolía de Barcelona. Se me había ocurrido probar el famoso pastel de queso que me había recomendado mi amiga Helena, pero al entrar supe que no iba a ser esa tarde. Las encargadas despachaban con maña las peticiones de los clientes, y silenciaban las quejas de aquellas mujeres que se tomaban los mismos pastelitos cada tarde, y los querían a su gusto. Había una mujer muy elegante sentada en la planta superior, junto a la barandilla de madera. Llevaba un vestido con escote de camisola y lentejuelas negras. De sus orejas colgaban dos esmeraldas que se balanceaban como péndulos ligeros en un día ventoso. Gesticulaba mucho y sobreactuaba. Su compañera la escuchaba con empacho en tanto que esperaba su pastel. La mujer en cuestión hablaba con seguridad. Parecía enfadada y con ánimos vengativos. La camarera avanzaba cuidadosamente con la bandeja muy alzada entre los clientes de la cola. Esta les dejó los pasteles sobre la mesa, pero la mujer se levantó con gran enojo y le gritó que eso no era lo que había pedido. Entonces cogió el jersey que colgaba de la silla, y se fue sola, dejando tras de sí un regusto amargo. Pude ver como una inocente lágrima se deslizaba por la mejilla de la joven camarera, que se sentía responsable del alboroto aunque no tuviera ella la culpa. Se me hizo un nudo en la garganta, como si me hubiera tragado la llave de mi casa. Me fui. Salí con prisa y agobio de la pastelería Fernando Sáez, situada en la Calle Melancolía de Barcelona.
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